LA IGLESIA DEL CARMEN y las ruinas de su convento ocultas entre melancólicos cedros despiertan en el alma mil recuerdos de fantásticas narraciones que abuelas de nevada y noble cabecita nos contaban para entretenernos en las largas y frías veladas de invierno.
Ha muchos años, cuando florecía en Valladolid la orden del Carmen, había entre los novicios un joven de la mas noble familia vallisoletana que en religión había tomado el nombre de fray Jacinto de San Angel. De carácter extremadamente jocoso, era la sonaja del convento: no había religioso por grave que fuese a quien no bautizase con oportuno, agraciado apodo; no había novicio a quien no mortificase con travesuras pesadas en demasía; no había sacristán con quien no se hiciera encontradizo para empellar distraídamente a fin de que tirase las vinajeras llenas de rubio jerez, o la lumbre del incensario; no había viejo cofrade a quien no pegase con cera de campeche en la orla del manto un diablejo de papel; no había organista a quien no cambiase repentinamente los registros del órgano en los momentos más solemnes en que ejecutaba clásicas fugas; no había cocinero del convento a quien no persiguiese implacable, echando en la olla del puchero cuentas de rosario viejo en compañía de dorados y gruesos garbanzos.
Para quitarle ese carácter o a lo menos para mortificarlo, había empleado el maestro de novicios todos los castigos que estaban a su alcance; amonestaciones, avisos espirituales, correcciones corporales, encierros en la bartolina, amenazas de despedirlo del convento vergonzosamente, llevadas a la severa presencia del prior; pero todo en vano como si el viento pasara por las rocas de granito. Por lo demás, con toda puntualidad practicaba la regla del convento y en ella era modelo de vocación religiosa: ayuno perfecto sin tomar rosquillas de anís, parvedad permitida en determinadas épocas del año, asistencia puntual al coro sin haber llevado jamás a la espalda la famosa almohada símbolo de la pereza, en la disciplina casi, casi cruel consigo mismo; aunque a veces disciplinaba a los demás en la obscuridad del Miserere siguiendo inconscientemente los impulsos de su carácter; nadie oía o ayudaba la misa mejor y con más devoción que él. Por estas cualidades y en atención a su familia, le toleraban su manía de travesuras casi incorregible que a las vegadas le produjo resultados amargos tan funestos como el asunto de este relato.
Había enfermado de mortal dolencia fray Elías de Santa Teresa, novicio grave, silencioso, serio cual ninguno y observante como todos de la santa regla. Los médicos habían sido inútiles; se echaba de ver que Dios le llamaba a su seno amoroso, y por tanto decidieron que recibiese los auxilios espirituales que la santa Iglesia tiene para los fieles quienes quiera que sean cuando van a partir de esta vida mortal a la eterna. Toda la comunidad se había reunido en el templo. El prior revestido de suntuosa capa pluvial llevaba en sus manos el copón de oro que contenía la forma eucarística, debajo del palio solemne sembrado de peonías. Dos religiosos con incensarios de cincelada plata nublaban el ambiente con el perfumado humo del incienso. Dos filas de frailes con vela encendida en la mano acompañaban al viático, y muchos niños de los que se educaban en el convento esparcían por el suelo pétalos de frescas y fragantes rosas. El enfermo recibió el viático entre las graves y sublimes notas del Miserere cantando en la capilla de la iglesia y las protestas de amor y de fe sencilla y acertada.
A pocos momentos entró en agonía el enfermo, volando su alma a Dios. Sollozos entrecortados, plegarias fervientes siguieron a su muerte. Todos envidiaban aquella dicha. En seguida pusieron el cadáver en el féretro y lo condujeron, rezando el De Profundis, a la sala donde acostumbraban depositar los cadáveres de los religiosos para hacerles las honras fúnebres: la misa de cuerpo presente y el oficio de difuntos, para en seguida llevarlos a sepultar a la cripta.
Había llegado la noche. Lo que se veía desde el gran patio del convento era un soberbio pedazo de cielo azul intensamente ennegrecido por las sombras. Las estrellas relucían como si hubiesen aumentado su brillo acosadas por el frío del crudo invierno. La serenidad de la atmósfera convidaba a pasear el espíritu por las regiones de lo ignoto. Una que otra estrella fugaz cruzaba el espacio dejando su estela de oro trazada en el éter frío y negro. Fray Jacinto contemplando desde la ventana bizantina de su celda este cacho de cielo, salía fuera de sí, se ponía serio, dejaba la eterna risa que bullía en sus labios y hasta envidiaba la dicha del hermano muerto aquella tarde.
En esto suena la campana del convento llamando a maitines. En los silenciosos ambulatorios entenebrecidos iban apareciendo los monjes que salían apresuradamente de sus celdas que en doble fila por ambos lados de los ambulatorios había, dirigiéndose al coro. Era fiesta de primera clase, porque era el veinticuatro de diciembre en que se conmemora la natividad del Señor. Los maitines y laudes eran solemnes y por lo mismo innumerables fieles inundaban el amplio recinto del templo bizantino. La iluminación era espléndida y fantástica. Centenares de farolitos venecianos destellaban como gigantes luciérnagas. Todas las arañas de cristal de roca cuajadas de luces las descomponían en los colores del iris. En el altar mayor se ostentaba el portal de Belén radiante y sublime. María de sin par belleza tenía entre sus brazos al niño Dios. José le adoraba estático. El buey y la mula arrojaban su caliente vaho para templar el aire enfriado por la nieve. Los ángeles cantando en las alturas el Gloria in excelsis y los sencillos pastores llevando en sus hombros los regalos al niño Dios.
En los maitines, los laudes, misa de gallo, desbordase un torrente de sincera devoción, principalmente al entonar el Gloria in excelsis Deo. Lanzó entonces el órgano un raudal inmenso de armonía que no cabiendo en el ámbito del templo repercutió afuera en el espacio, entre las sombras de los árboles, entre las vecinas calles. Las campanas de la torre alegres, sonoras, locas de contento prorrumpían a su modo cánticos de gloria como los frailes, como los fieles, como los niños, como la humanidad entera. Después al levantar el sacerdote entre sus manos la hostia consagrada, se dejan oír los villancicos, las castañuelas, las panderetas y todas esas sencillas y tradicionales invenciones del amor humano hacia el niño Dios el día de navidad en que los viejos se vuelven niños, en que el hombre se renueva, como el fénix de la flama.
Pasó la fiesta. Las luces fueron apagándose una a una y los fieles abandonaron el recinto sagrado del templo. Entonces los monjes se encaminaron compungidos y silenciosos hacia la sala De Profundis donde estaba depositado el cadáver del fraile para rezar el oficio de difuntos. El rostro de fray Elías daba a conocer una tranquilidad profunda, iluminado por la tenebrosa luz amarillenta de los cuatro cirios que ardían en torno del féretro, colocado sobre un catafalco cubierto de negro terciopelo con franjas de oro, canillas y calaveras.
Al concluir el oficio y para no dejar solo el cadáver, era costumbre dejar dos novicios que le hicieran guardia. Esta vez tocó la guardia a fray Jacinto y a fray Juan de la Cruz. Se les dio permiso para tomar chocolate, ya por la desvelada, ya por la fiesta de navidad; más como fray Juan era sumamente medroso, prefirió ir a la cocina a confeccionar el desayuno antes que quedarse solo con el muerto. Este incidente bulló la imaginación de fray Jacinto que sin poderse contener, sacó al muerto de la caja sentándolo en una silla propia y él, fray Jacinto, se metió en la caja fingiéndose muerto. Ya los frailes se habían recogido en sus celdas de modo que en todo el convento reinaba el silencio mas profundo. Fray Juan volvía contento, jubiloso con el chocolate para fray Jacinto, después de haberse tomado el suyo. Se acerca en puntillas, se lo ofrece; pero !oh calamidad inaudita! se lo ofrecía al muerto. No aguarda más, sino que en aquel mismo momento, emprendió precipitada fuga hacia afuera. Fray Jacinto no queriendo dar a conocer su travesura sale de la caja y grita a fray Juan para que se detuviera, más entonces !oh suceso estupendo y digno de toda remembranza! El muerto que también se levantó, cogió un candelero con un cirio ardiendo y corrió tras los dos vivos que al notarlo se echaron fuera de sí, hacia abajo por una ventana que aún se conserva en la antesacristía de la iglesia. El muerto logró alcanzar a fray Jacinto, habiéndole apagado la vela en el cogote que al día siguiente se le encontró llagado. El muerto amaneció sobre la ventana empuñando todavía el candelero.
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