Casona de Miedo
En este recinto del centro histórico de Morelia han ocurrido apariciones fantasmales, sucesos que pueden deberse a causas muy trágicas...
Tuneles en Morelia
Desde hace unos años recientes existe un supuesto de que bajo de algunas calles del Centro de Morelia existen pasajes subterráneos, túneles que antiguamente comunicaban con algunos templos, conventos y otros edificios de la iglesia. Lo cual hasta la fecha nadie ha podido probarlo.
Testimonios orales de algunas personas de mayor edad incluso señalan la ubicación de estos subterráneos en lugares como el ex convento del Carmen (actual Casa de la Cultura), el templo de San José, entre la Catedral y el Palacio de Gobierno (antiguo Seminario Tridentino), entre otros sitios. Incluso hay quienes refieren que sirvieron durante la Guerra de la Revolución Mexicana y la Guerra Cristera ambas de principios del siglo XX. Siendo objetivos se puede divisar que en la realidad no existen esos supuestos túneles en el Centro de Morelia, ya que no hay una referencia histórica documental, señales arquitectónicas o urbanísticas, o el hecho de existan en otras ciudades de similar origen histórico y urbano de la época novohispana.
Sin embargo en otras antiguas ciudades del país como lo son las de origen minero si existen túneles que sirvieron para comunicar personas (aparte de los propios túneles de las minas) como lo es en Guanajuato y en el caso de Michoacán en el poblado de Agangueo al oriente del estado, donde existe un túnel que comunica desde el museo Casa Parker hasta el Templo de la Concepción, el cual estuvo abierto al público.
En Morelia lo que si puede existir son restos del antiguo sistema subterráneo de suministro de agua potable que era parte del acueducto, el cual suministraba a las fuentes de plazas, conventos y algunas casas, aunque naturalmente esto no era de mayor profundidad. Se sabe que las tuberías que conectaban eran de barro, y se han hallado pequeños tramos de cavidades de piedra de espacio muy reducido no propiamente túneles. Los túneles en Morelia quizás se traten de una leyenda urbana como ocurre también en otras ciudades del país.
Leyendas: El perro de piedra
EN EL ANTIGUO Convento de las Rosas que hoy es hospicio de mujeres, hay un patio soberbio. Circuido por un claustro de pesada arquería barroca, ostenta en su centro una fuente tapizada de brillantes azulejos de Talavera de la Reina que tiene en medio una columna de granito rojo sobre cuyo capitel jónico, se destaca un enorme perro fantástico por cuyas entreabiertas fauces sale un borbollón de agua fresca y cristalina y cae espumosa en la gran taza de la fuente, murmurando tranquila y cadenciosa. En torno de la fuente se alzan melancólicos dos cipreses corpulentos que le dan sombra a la caída del Sol; muchos rosales, jazmines, camelinas y limoneros que embalsaman el ambiente a todas horas. Un pedazo de cielo espléndido cubre el patio, como un inmenso fanal de zafiro.
En ese patio sucedió el hecho fantástico que voy a referir según me lo contó una viejecita asilada allí hace muchos años, dado que falleció de ciento cuatro años y fue criada del convento.
Doña Juana de Moncada, condesa de Altamira después de enviudar quiso pasar el resto de su vida recluida en una casa religiosa de Valladolid. Y al efecto, escogió el Colegio y Convento de las Rosas donde se educaban muchas niñas nobles de la Nueva España. Ella podía ser maestra, pues dada su posición social y sus caudales había aprendido toda la cultura de su tiempo. Tocaba el órgano, la clave y la guitarra admirablemente; las labores femeniles de bordado en lino y en seda con hilo y con sedas de colores la habían hecho famosa; tejía como la araña, encajes de una finura y primor incomparables; cantaba como ruiseñor; leía y escribía gallardamente. En fin era una maestra consumada.
Había enviudado joven y sin familia y no quiso ver expuesta su hermosura, que era mucha, a los embates del mundo y las pasiones que siempre se ensañan contra las viudas. No quería tampoco contraer segundas nupcias; porque sabía que aunque ella era todavía joven y la hermosura no la había abandonado, sus pretendientes mas bien querían casarse con sus caudales que con ella. Y así decidió enclaustrarse.
Era de majestuosa presencia. Todas las damas de su familia como ella habían tenido un talento superior y una cultura nada común aun entre los miembros de su clase. Había heredado la barba partida y los hoyuelos en los carrillos de los Moncada. Su color era levemente moreno y sonrosado. Su piel limpia y fina como pétalo de azalea, mostraba a las claras la pureza de sus costumbres. Sus ojos negros y brillantes con sus cercos de pestañas crespas, nadaban como en un mar de luz. Sus labios delgados y purpúreos como herida recién abierta. Sus dientes como dos sartas de perlas. Su hablar cadencioso, mesurado y pintoresco. Reservada, prudente y oportuna. En fin adornada de cualidades no comunes que mucho aprovecharían a las educandas de Santa Rosa.
Mas entre todas esas cualidades que brillaban como estrellas en un cielo despejado y sereno, había un defecto y era el amor que tenía a un mastín grande y poderoso, de la raza que cultivó con grande y decidido empeño el emperador don Carlos V en España y los Países Bajos. Un mastín flamenco, respetable y bravo como pocos. Capaz de ahuyentar con sus ladridos al agresor más audaz y valiente. Capaz de destrozar con su doble dentadura a un hombre como a un lobo, si se le ponían delante en actitud agresiva. Por el contrario a las mujeres veía con cariño, casi con respeto, las halagaba con los ojos y con la cola, parándose en las patas traseras y echándoles sus manos en los hombros. A ninguna ladraba ni mucho menos mordía, y sí las cuidaba con celo, librándolas de cualquier desaguisado. Se llamaba Pontealegre, comía mucho y no se despegaba un momento de su señora. Lo trajo consigo de España y lo llevó al convento.
Allí era el regocijo, aunque ya estaba viejo, de religiosas y de niñas en las horas de recreo. Cómo corría hasta sacar la lengua de dos cuartas, cómo saltaba para alcanzar con el hocico la piedra que le tiraban, qué vueltas daba como rehilete cuando alguna colegiala le agarraba la cola, poniéndole algún colgajo de papel o bolita de merino. Se volvía chiquito cuando jugaban con él. Era, además, el azote de las ratas. No dejaba una con vida de día o de noche, en la huerta o en las bodegas. Por lo cual se hizo querer mucho por la comunidad de Santa Rosa.
Había en el colegio en esa misma época una joven educanda que procedente de Guadalajara recibía su instrucción allí. Era bella sobre toda ponderación: de estatura regular frisaba en los quince abriles. Le llamaban Remedios de la Cuesta. Era blanca como pétalo de azucena; rubia como unos oros; de ojos azules como el cielo. De talento claro y de carácter apacible y sereno. Aún existe el amplio mirador del Colegio de las Rosas. Desde el ábside de la iglesia y a lo largo del frente hasta la esquina corre una arquería de columnas monolíticas, defendidos los intercolumnios con barandales de hierro labrado a martillo.
Entonces, como no había tanta casa de altos, se gozaba desde allí de un hermoso panorama. Por encima de las casas se veía la loma de Santa María de los Altos y las altas y azules serranías que dibujan por el sur el horizonte de Morelia. A ese mirador salían los jueves los domingos a solazarse las alumnas y por lo mismo no faltaban ya en la plazuela, ya en las esquinas de las calles adyacentes, muchos galanes que miraban a las colegialas con tiernos y enamorados ojos.
Era la primera vez que salía al mirador Remedios de la Cuesta y después del asombro general, llamó la atención del garrido alférez don Julián de Castro y Montaño, hijo segundo de don Pedro de Castro y Montaño, conde único de Soto Mayor. Este joven militar que había empezado su carrera sirviendo al rey en Africa, vino a Valladolid desde España a visitar a su familia que hacía tiempo allí estaba radicada, por motivos de agricultura. Se enamoró perdidamente de Remedios y decidió escribirle en seguida. Ella no quiso ligar todavía su voluntad ni mucho menos su vida con los lazos inquebrantables del matrimonio. Su rotunda negativa excitó la cólera del alférez que no estaba acostumbrado a esos menosprecios y sin más ni más se decidió a raptarla del colegio como en aquel entonces se estilaba, para lo cual tomó a fuerza de dinero todos los datos conducentes.
Era una obscura y silenciosa noche de invierno. Era tal el frío que poco faltaba para que comenzase a helar. Las estrellas relucían centelleantes sobre el negro fondo del cielo. Los perros estaban ateridos de frío y no ladraban para nada. El aire quieto y envuelto en sombras invadía las calles que conducían al colegio. En tanto un grupo de hombres con careta y con linternas que mal se ocultaban entre los anchos pliegues de sus capas marchaban cautelosos por detrás del colegio a lo largo del muro altísimo que lo circunda. Una vez llegados a la puerta falsa que aún se conserva tapiada, uno de ellos hace saltar el pasador de la cerradura con la punta de su daga toledana, y se abre la pesada puerta chirriando en sus enmohecidos goznes. Entran silenciosamente de uno en uno hasta cinco enmascarados, guiándolos el que parecía mandarlos, y no era otro, visto a la luz de las linternas que brillaban como fuegos fatuos, que don Julián de Castro y Montaño. Cerraron tras sí la puerta y se encaminaron paso a paso por entre las calles de la huerta, envuelta en sombras y en perfumes de violeta y arrayán. No habían andado mucho cuando Pontealegre los sintió, lanzándose como un león sobre ellos. No esperaban el ataque furioso del perro. Se retiraron un poco para mejor combatir con sus espadas desnudas; pero el perro que erizado parecía colosal entre las sombras se lanzó contra don Julian mordiéndole la yugular. Un torrente de sangre brotaba de su cuello destrozado.
En cuanto los otros vieron a su jefe muerto acometieron por todos lados al valiente perro dejándolo traspasado de heridas al lado del desdeñado amante de Remedios de la Cuesta. Huyeron los acompañantes del alférez sin dejar más rastro que los dos cadáveres tendidos sobre el césped cubierto del rocío de la mañana.
Esta había llegado alegre y bulliciosa. Las campanas de los templos gritaban como locas, llamando a los fieles a las misas de aguinaldo. Los pájaros cantaban como pidiendo en voces melancólicas la retirada del invierno y la pronta llegada de la tibia primavera, para comenzar a edificar sus nidos. Religiosas y alumnas desperezándose al toque de la campana del colegio se encaminaron en filas al coro del templo para asistir a la misa de aguinaldo. Los churriguerescos colaterales brillaban como ascuas de oro a la luz de las ceras que ardían en las arañas de cincelada plata. Las blasonadas puertas de la iglesia, abiertas de par en par daban paso a los fieles que iban inundándola. Al lado del evangelio sobre una mesa cubierta de rico brocado de oro sembrado de rosas de Alejandría, se destacaban los peregrinos, caminando sobre un prado de musgo, en dirección a Belén. La Virgen iba sentada en una burrita vivaracha de brillantes ojos de esmalte y orejitas muy erguidas y cruzadas, como si temiese algún peligro. A su lado, José empuñando a guisa de báculo una vara florida de plata, cubierta la cabeza con sombrerito de paja. Por delante el arcángel vestido de lujoso traje de oro y seda llevando en la mano la brida de la burrita. Y todo el grupo a la sombra de una frondosa palmera. En el cuerpo de la iglesia infinidad de farolillos venecianos de colores entre flotantes guedejas de heno pendientes de hilos invisibles se mecían en el ambiente como luciérnagas. Empieza la misa entre nubes de incienso y sonoros acordes de órgano acompañados del estruendo de las panderetas, de los cascabeles, de los pajaritos de agua y de los chinescos de los niños. !Cuánta alegría en los semblantes y cuanta paz en el corazón! Llegan los momentos en que el sacerdote inclinándose sobre el altar consagra el pan y el vino. Entonces, cesa el ruido, calla el órgano y se prosternan los fieles entre las blancas nubes de incienso que brotan de encendidos carbones de los incensarios de oro. Pero al acabar de alzar la hostia y el cáliz, se desata el órgano en un torrente desbordado de acordes sonoros y brillantes que de eco en eco se van repitiendo en los ámbitos de la iglesia, hasta perderse en el espacio.
Termina la misa, cuando cunde por todo el convento que Pontealegre ha matado en la huerta por la noche a aquel señorito apuesto y gallardo que perseguía a Remedios y que de seguro se metió furtivamente en la huerta con no muy buenas intenciones. Mas el propio perro había sido muerto en el combate por multitud de heridas que bien a las claras demostraban la presencia de otros hombres que acompañaban al alférez. La superiora que ya lo era doña Juana de Moncada, dio pronto aviso a las autoridades virreinales acerca del suceso para que hicieran las averiguaciones del caso, que conmovió tanto a los pacíficos y nobles moradores de Valladolid.
En cuanto acabo en el convento el bullicio de la autoridad por haber sacado el yerto cuerpo del joven alférez, las religiosas y las alumnas hicieron los correspondientes funerales al salvador de Remedios y del colegio, al famoso Pontealegre. Y como un monumento a su memoria erigieron la columna de granito rojo en medio de la fuente tapizada de brillantes azulejos de Talavera de la Reina, sobre cuyo capitel jónico, se destaca un perro fantástico por cuyas entreabiertas fauces sale un borbollón de agua fresca y cristalina, cayendo espumosa en la taza de la fuente que murmura entre el follaje tranquila y cadenciosa.
Leyendas: La ventana del muerto
LA IGLESIA DEL CARMEN y las ruinas de su convento ocultas entre melancólicos cedros despiertan en el alma mil recuerdos de fantásticas narraciones que abuelas de nevada y noble cabecita nos contaban para entretenernos en las largas y frías veladas de invierno.
Ha muchos años, cuando florecía en Valladolid la orden del Carmen, había entre los novicios un joven de la mas noble familia vallisoletana que en religión había tomado el nombre de fray Jacinto de San Angel. De carácter extremadamente jocoso, era la sonaja del convento: no había religioso por grave que fuese a quien no bautizase con oportuno, agraciado apodo; no había novicio a quien no mortificase con travesuras pesadas en demasía; no había sacristán con quien no se hiciera encontradizo para empellar distraídamente a fin de que tirase las vinajeras llenas de rubio jerez, o la lumbre del incensario; no había viejo cofrade a quien no pegase con cera de campeche en la orla del manto un diablejo de papel; no había organista a quien no cambiase repentinamente los registros del órgano en los momentos más solemnes en que ejecutaba clásicas fugas; no había cocinero del convento a quien no persiguiese implacable, echando en la olla del puchero cuentas de rosario viejo en compañía de dorados y gruesos garbanzos.
Para quitarle ese carácter o a lo menos para mortificarlo, había empleado el maestro de novicios todos los castigos que estaban a su alcance; amonestaciones, avisos espirituales, correcciones corporales, encierros en la bartolina, amenazas de despedirlo del convento vergonzosamente, llevadas a la severa presencia del prior; pero todo en vano como si el viento pasara por las rocas de granito. Por lo demás, con toda puntualidad practicaba la regla del convento y en ella era modelo de vocación religiosa: ayuno perfecto sin tomar rosquillas de anís, parvedad permitida en determinadas épocas del año, asistencia puntual al coro sin haber llevado jamás a la espalda la famosa almohada símbolo de la pereza, en la disciplina casi, casi cruel consigo mismo; aunque a veces disciplinaba a los demás en la obscuridad del Miserere siguiendo inconscientemente los impulsos de su carácter; nadie oía o ayudaba la misa mejor y con más devoción que él. Por estas cualidades y en atención a su familia, le toleraban su manía de travesuras casi incorregible que a las vegadas le produjo resultados amargos tan funestos como el asunto de este relato.
Había enfermado de mortal dolencia fray Elías de Santa Teresa, novicio grave, silencioso, serio cual ninguno y observante como todos de la santa regla. Los médicos habían sido inútiles; se echaba de ver que Dios le llamaba a su seno amoroso, y por tanto decidieron que recibiese los auxilios espirituales que la santa Iglesia tiene para los fieles quienes quiera que sean cuando van a partir de esta vida mortal a la eterna. Toda la comunidad se había reunido en el templo. El prior revestido de suntuosa capa pluvial llevaba en sus manos el copón de oro que contenía la forma eucarística, debajo del palio solemne sembrado de peonías. Dos religiosos con incensarios de cincelada plata nublaban el ambiente con el perfumado humo del incienso. Dos filas de frailes con vela encendida en la mano acompañaban al viático, y muchos niños de los que se educaban en el convento esparcían por el suelo pétalos de frescas y fragantes rosas. El enfermo recibió el viático entre las graves y sublimes notas del Miserere cantando en la capilla de la iglesia y las protestas de amor y de fe sencilla y acertada.
A pocos momentos entró en agonía el enfermo, volando su alma a Dios. Sollozos entrecortados, plegarias fervientes siguieron a su muerte. Todos envidiaban aquella dicha. En seguida pusieron el cadáver en el féretro y lo condujeron, rezando el De Profundis, a la sala donde acostumbraban depositar los cadáveres de los religiosos para hacerles las honras fúnebres: la misa de cuerpo presente y el oficio de difuntos, para en seguida llevarlos a sepultar a la cripta.
Había llegado la noche. Lo que se veía desde el gran patio del convento era un soberbio pedazo de cielo azul intensamente ennegrecido por las sombras. Las estrellas relucían como si hubiesen aumentado su brillo acosadas por el frío del crudo invierno. La serenidad de la atmósfera convidaba a pasear el espíritu por las regiones de lo ignoto. Una que otra estrella fugaz cruzaba el espacio dejando su estela de oro trazada en el éter frío y negro. Fray Jacinto contemplando desde la ventana bizantina de su celda este cacho de cielo, salía fuera de sí, se ponía serio, dejaba la eterna risa que bullía en sus labios y hasta envidiaba la dicha del hermano muerto aquella tarde.
En esto suena la campana del convento llamando a maitines. En los silenciosos ambulatorios entenebrecidos iban apareciendo los monjes que salían apresuradamente de sus celdas que en doble fila por ambos lados de los ambulatorios había, dirigiéndose al coro. Era fiesta de primera clase, porque era el veinticuatro de diciembre en que se conmemora la natividad del Señor. Los maitines y laudes eran solemnes y por lo mismo innumerables fieles inundaban el amplio recinto del templo bizantino. La iluminación era espléndida y fantástica. Centenares de farolitos venecianos destellaban como gigantes luciérnagas. Todas las arañas de cristal de roca cuajadas de luces las descomponían en los colores del iris. En el altar mayor se ostentaba el portal de Belén radiante y sublime. María de sin par belleza tenía entre sus brazos al niño Dios. José le adoraba estático. El buey y la mula arrojaban su caliente vaho para templar el aire enfriado por la nieve. Los ángeles cantando en las alturas el Gloria in excelsis y los sencillos pastores llevando en sus hombros los regalos al niño Dios.
En los maitines, los laudes, misa de gallo, desbordase un torrente de sincera devoción, principalmente al entonar el Gloria in excelsis Deo. Lanzó entonces el órgano un raudal inmenso de armonía que no cabiendo en el ámbito del templo repercutió afuera en el espacio, entre las sombras de los árboles, entre las vecinas calles. Las campanas de la torre alegres, sonoras, locas de contento prorrumpían a su modo cánticos de gloria como los frailes, como los fieles, como los niños, como la humanidad entera. Después al levantar el sacerdote entre sus manos la hostia consagrada, se dejan oír los villancicos, las castañuelas, las panderetas y todas esas sencillas y tradicionales invenciones del amor humano hacia el niño Dios el día de navidad en que los viejos se vuelven niños, en que el hombre se renueva, como el fénix de la flama.
Pasó la fiesta. Las luces fueron apagándose una a una y los fieles abandonaron el recinto sagrado del templo. Entonces los monjes se encaminaron compungidos y silenciosos hacia la sala De Profundis donde estaba depositado el cadáver del fraile para rezar el oficio de difuntos. El rostro de fray Elías daba a conocer una tranquilidad profunda, iluminado por la tenebrosa luz amarillenta de los cuatro cirios que ardían en torno del féretro, colocado sobre un catafalco cubierto de negro terciopelo con franjas de oro, canillas y calaveras.
Al concluir el oficio y para no dejar solo el cadáver, era costumbre dejar dos novicios que le hicieran guardia. Esta vez tocó la guardia a fray Jacinto y a fray Juan de la Cruz. Se les dio permiso para tomar chocolate, ya por la desvelada, ya por la fiesta de navidad; más como fray Juan era sumamente medroso, prefirió ir a la cocina a confeccionar el desayuno antes que quedarse solo con el muerto. Este incidente bulló la imaginación de fray Jacinto que sin poderse contener, sacó al muerto de la caja sentándolo en una silla propia y él, fray Jacinto, se metió en la caja fingiéndose muerto. Ya los frailes se habían recogido en sus celdas de modo que en todo el convento reinaba el silencio mas profundo. Fray Juan volvía contento, jubiloso con el chocolate para fray Jacinto, después de haberse tomado el suyo. Se acerca en puntillas, se lo ofrece; pero !oh calamidad inaudita! se lo ofrecía al muerto. No aguarda más, sino que en aquel mismo momento, emprendió precipitada fuga hacia afuera. Fray Jacinto no queriendo dar a conocer su travesura sale de la caja y grita a fray Juan para que se detuviera, más entonces !oh suceso estupendo y digno de toda remembranza! El muerto que también se levantó, cogió un candelero con un cirio ardiendo y corrió tras los dos vivos que al notarlo se echaron fuera de sí, hacia abajo por una ventana que aún se conserva en la antesacristía de la iglesia. El muerto logró alcanzar a fray Jacinto, habiéndole apagado la vela en el cogote que al día siguiente se le encontró llagado. El muerto amaneció sobre la ventana empuñando todavía el candelero.
Leyendas: Misa de MediaNoche
ERA DON JUAN VÉLEZ un venerable anciano de costumbres puras, de mirar candoroso y sereno, erguido siempre a pesar de sus noventa abriles y de un humor de perlas. Vestía de ordinario un larguísimo saco negro que era substituido en los días de gran fiesta por una levita cruzada de antiguo corte. Nunca se le caía de la calva y blanca testa el sombrero de copa alta, que por irrisión llama el vulgo sorbete.
Cuando hacia frío se envolvía en una amplia y obscura capa española y para librarse del Sol desplegaba una enorme sombrilla blanca de China con varillas de ballena. Amante como el que más de los chascarrillos y de las leyendas, entretenía a sus amigos con unos y otras en las noches de persistente lluvia o en las largas veladas de invierno. Su plática jamás decaía y su carácter era dulce, apacible y firme como roca.
Una noche le oí contar la siguiente fantástica leyenda que nos gustó sobremanera.
Hubo en tiempos pasados en la catedral de Morelia un sacristán mayor que fue de la familia de don Juan Vélez, a quien aconteció este maravilloso suceso.
La noche había cerrado obscura y fría. Un viento fuerte zumbaba ruidoso entre los macizos arcos de las torre de la catedral. Negras nubes acumuladas al oriente por la cañada del Rincón brillaban a ratos como relámpagos rojizos. Truenos lejanos repercutían de eco en eco, dando a conocer que la tempestad se aproximaba. El aroma de la tierra mojada hería fuertemente el olfato. De repente grandes gotas empezaron caer deshaciéndose los nubarrones en torrencial aguacero. Diluviaba, que no llovía. La gente había corrido a refugiarse en sus casas y la campana mayor con su sonora y potente voz tocaba la queda, cuyo sonido se perdía arrebatado por el viento. Los guardias nocturnos se mantenían serenos al abrigo de una puerta o de un balcón, dejando entre las cuatro esquinas de las calles la opaca linterna que brillaba como fuego fatuo merced a la lluvia y las tinieblas. Poco a poco fue calmando la tormenta. Los relámpagos fueron menos frecuentes y v&ividos;vidos. El trueno se alejó perdiéndose en la inmensidad del espacio. El obscuro cielo descubierto a grandes trechos lucía sus estrellas radiosas y brillantes. El aire húmedo y fresco había plegado sus alas. El búho y la lechuza lanzaban al espacio sus voces medrosas y destempladas, como anunciando fatídicos sucesos. El silencio sólo era interrumpido ya por las horas que daba el reloj de la catedral repetidas de sereno en sereno a voz en cuello.
Mediaba la noche, cuando el padre sacristán de la catedral escuchó con asombro un repique solemne dado por manos invisibles en las torres como si llamaran a misa pontifical. Se levantó de prisa y acudió a ver que significaba aquello, encontrando que las ventanas de la catedral filtraban profusamente una luz dorada como si hubiese maitines. Piensa en un incendio y vuela presuroso hacia la sacristía y !oh asombro! Allí estaban preparados sobre las cajoneras los ornamentos sagrados, como solían en las suntuosas solemnidades. Va a la iglesia, penetra y queda deslumbrado por la profusión de ceras encendidas en las arañas de cristal de roca y en los dorados altares churriguerescos.
En esos momentos un torrente de atronadora armonía salió volando de los tubos del viejo órgano, haciendo vibrar las bóvedas del templo. A esa explosión de acordes arrebatados, sucedió una marcha fúnebre que erizaba los cabellos y sacudía los nervios. La puerta de la cripta se abrió rechinando en sus goznes enmohecidos al empuje de unas manos descarnadas y amarillas. En el interior de la cripta se dejo oír un ruido macabro de huesos que se unen a huesos, de esqueletos que se levantan, de músculos que brotan, de piel que recubre la carne; ruido imposible de ojos que brillan y se asombran, rumor frío y apagado de acentos seculares, de palabras extrañas de ininteligibles para los oídos del tiempo, zumbido de aire húmedo y acre de cofres antiguos abiertos de repente después de haber estado cerrados durante muchos años; crujir de sedas apergaminadas y endurecidas por la humedad, el polvo y el vaho de los cadáveres.
Empiezan a salir por la obscura puerta de la cripta de dos en dos, para seguir a lo largo de las naves, todos los canónigos sepultados ahí, dirigiéndose lentamente a la sacristía. Era presidida la casi interminable procesión por un obispo revestido con sus ropajes violeta y escarlata. Entretanto que la procesión circulaba por las naves convertidas en ascuas de oro, el órgano seguía trinando como los pájaros, zumbando como el viento, gimiendo como las tórtolas, atronando como las cascadas, filtrando sus sonidos delicados como rayos de luz que pasan por las vitrinas de colores de góticos ventanales. Penetran en la sacristía que se agranda para dar cabida a aquella multitud que hasta entonces había pasado de pocos en pocos por su estrecho recinto. Se revisten con los ricos ornamentos toledanos; capas pluviales recamadas de oro, plata y seda. Ayudan al obispo a engalanarse con sus ropajes, su mitra y su báculo de inestimable y artística riqueza que le daba aspecto de emperador bizantino que fuese a presidir una fiesta de corte en los primitivos tiempos del bajo imperio. En seguida marchan de nuevo a lo largo de las naves de la catedral, encaminándose al altar mayor, pasando por el coro para celebrar la misa pontifical.
Un coro de niños, mezclando sus nuevas y argentinas voces con las graves y envejecidas de cantores antiguos, cantan el Introito, los Kiries, el Gloria, el Credo y el Gradual, acompañados de los acordes incomparables del órgano. Llega el momento en que el pontífice inclinando la frente levanta con sus blancos dedos la hostia consagrada. La muchedumbre de fieles de remotas edades allí presentes por una evocación del tiempo, se prosternan en estática adoración, nubes azuladas se levantan de los incensarios de oro envolviendo con su ambiente y sus perfumes la sagrada forma, al pontífice y a los sacerdotes que rodeaban el altar. Otra vez el coro, al cantar el Benedictus atronó en armonías colosales de alabanza que, no cabiendo en el ámbito de la basílica, se difundían atropelladamente por el espacio en retumbos como de tormenta, que luego se convertían gradualmente en suaves y melifluas melodías de éxtasis y adoración. Prosiguió la misa hasta entonar el diácono el Itemissa est con voz fría como si se levantara de la losa de un sepulcro, apagada como si se saliera de la garganta de un muerto, que se difundió de eco en eco hasta perderse en los rincones de las obscuras capillas. Dio el pontífice la triple bendición y al entonar el coro el Sanctus Deus, el sacristán mayor que atónito contemplaba aquel extraño espectáculo vio que se inclinaban las pilastras, se entreabrían las bóvedas, derrumbaba con grandísimo estruendo la cúpula aplastándolo y desmenuzándolo todo. Aquella ruina inmensa le aplastó también a él que cayó sin sentido, hasta que al amanecer del día siguiente; cuando la blanca luz de la aurora tímida se tamizaba por los cristales de las ventanas, le encontraron al pie del altar mayor, tendido, magullado, calenturiento. Apenas tuvo tiempo de referir el suceso, porque se agravó y se murió.
"¿Fue esto producto de una imaginación calenturienta? "¿Fue acaso un extraño delirio? Porque la catedral siguió como siempre altiva y suntuosa. "¿Fue acaso más bien una fábula medio profética de lo que sucedería después? "¿Era que don Juan Vélez tan serio, por fuera le bullía la risa por dentro mientras todos colgados de sus labios le escuchaban con profunda atención? !Tal vez!
Leyendas: La Mano Negra
EN UNA DE ESAS NOCHES de invierno en que llovizna y hace frío, en que rodean los niños la cazuela de los buñuelos comiendo anticipadamente de los que se quiebran, en que solo se están quietos si la abuela de cabeza blanca y ojos amorosos les cuenta algo de aparecidos, oí lo que a mi vez refiero.
El padre Marosho de cuyo nombre no puedo acordarme, era una celebridad en la basta provincia de agustinos de Michoacán, distinguiéndose principalmente por sus virtudes y después por ser pintor excelente que cubrió de cuadros de indiscutible mérito artístico todos los conventos de la provincia; por ser orador consumado, que con sus sermones llenos de elocuencia y de unción conmoví profundamente al; auditorio por distraído que éste fuese; por ser teólogo y canonista como pocos de gran memoria y aguda inteligencia. Por todo lo cual era uno de los primeros que asistían a los capítulos de su provincia.
Por entonces había capítulo en el convento de San Agustín de Valladolid y los padres capitulares habían venido de las más remotas regiones de la provincia, y entre ellos el padre Marocho que residía de ordinario en el convento de Salamanca.
La sala capitular estaba a la derecha del claustro románico situado junto a la iglesia bizantina. Una ancha puerta de medio punto abierta a la mitad del salón daba acceso a él. Casi frente a la puerta de entrada se erguía una tribuna tallada en nogal negro. En los cuatro tableros de enfrente en forma de medallones se habían esculpido a los cuatro evangelistas. En el respaldo que remataba en un tornavoz figurando una concha, estaba esculpida en el centro la imagen de san Agustín. Tanto en el pie como en los barrotes que encuadraban los tableros, había esa rica flora retorcida y gallarda que los maestros carpinteros de los pasados siglos desarrollaban en sus obras, haciendo gala de una imaginación tan fecunda como bella, y de una habilidad nunca igualada ni mucho menos superada para manejar los instrumentos de tallar y esculpir en madera. En armonía con la cátedra o tribuna y a lo largo de los muros en dos galerías alta y baja se desarrollaba una doble sillería de asientos giratorios labrada también en nogal negro. Cada silla era un prodigio de talla, teniendo en el respaldo esculpida la imagen de un santo de la orden. En uno de los testeros se levantaba sobre una plataforma el trono del provincial y en el otro había una preciosa mesa cuyas patas eran garras de león, sobre la cual destacaba un crucifijo de cobre dorado a fuego, en medio de dos candeleros con sus cirios y un atril de plata cincelada para los santos evangelios. De la bóveda de cañón pendían tres arañas de cobre dorado a fuego cuajadas de ceras que iluminaban el salón con una luz tenue y dorada. Sobre los muros colocados a iguales distancias había colgados retratos de personajes prominentes, religiosos de la provincia de Michoacán, como era el del apóstol de la Tierra Caliente, de fray Diego Basalenque, de fray Alonso de la Vera Cruz sentado en su cátedra dando clase a varios discípulos, entre ellos al inteligente y aprovechado joven don Antonio Huitzimengari de Mendoza hijo del ultimo emperador de Michoacán, Caltzonzin.
Siempre el padre Marocho, por su antigüedad en la orden y por los cargos que en la misma desempeñaba, tenía el segundo lugar después del provincial en el capítulo y se sentaba en el primer sitial a su derecha.
No había discusión en que no tomase parte ya suministrando datos históricos, ya recordando cánones, y citando autoridades filosóficas y teológicas, ya discurriendo de modo que sus palabras eran escuchadas con verdadera sumisión y sus sentencias eran decisivas, influyendo grandemente en los resultados del capítulo, en donde se decidían cuestiones de capital importancia para la provincia y para la orden. Por tanto a pesar de que en lo general el padre Marocho tenía una vasta erudición, sin embargo, mientras duraba el capítulo, estudiaba en su celda o en la biblioteca del convento hasta las altas horas de la noche.
La biblioteca próxima a la sala capitular y en comunicación con ella, era también un gran salón abovedado circuido de una estantería de oloroso cedro que contenía cerca de diez mil volúmenes sobre todos los amos del saber humano de entonces aparte de los nunca bien ponderados manuscritos relativos a las misiones e historias de los michoacanos. En el centro mesas de roble sobre las cuales había atriles y recados de escribir, tinteros de talavera de Puebla y plumas de ave.
Allí estaba una noche el padre Marocho. El silencio mas profundo reinaba en aquel recinto donde el hombre del presente entabla pláticas con los hombres del pasado; en donde el genio se comunica con el genio; se borra la noción del tiempo penetrando en las puras regiones del espíritu, echa a un lado la materia; en donde las pasiones callan y se doblegan ante la razón, su reina y señora.
De repente el padre Marocho, según lo cuentan papeles viejos de aquella época de duendes y aparecidos, notó un ruido extraño a su lado, vuelve el rostro y ve que una mano negra cuyo brazo se perdía en las tinieblas, tomando entre sus dedos la llama de la vela, la apagó, quedando humeante la pavera. Con la mayor tranquilidad y presencia de ánimo dijo al diablejo: -Encienda usted la vela, caballero.
En aquel momento se oyó el golpe del eslabón sobre el pedernal para encender la yesca. Ardió la pajuela exhalando el penetrante olor del azufre y se vio de nuevo que la mano negra encendía la vela de esperma.
-Ahora para evitar travesuras peores, con una mano me tiene usted en alto la vela para seguir leyendo y con la otra me hace sombra a guisa de velador, a fin de que no me lastime la luz.
Así pasó. Y era de ver aquel cuadro. El sabio de cabeza encanecida por los años, los estudios y las vigilias, inclinado sobre su infolio de pergamino. A su lado dos manos negras cuyos brazos eran invisibles, una deteniendo la vela de esperma amarilla y la otra velando la flama. La luz apacible reflejándose sobre el busto del padre Marocho le dibujaba en el ambiente con ese claro- obscuro intenso de los cuadros de Rembrandt, que tanto estiman los artistas.
Vino la madrugada con sus alegrías. Aunque tenues, pero llegaban hasta aquel retiro, los cantos de las aves que saludaban a la rosada aurora desde las ramas de los fresnos del cementerio. Por los ojos de buey de la biblioteca comenzaban a penetrar dudosamente los primeros rayos de Sol. Entonces como ya no era necesaria la luz de la vela, exclamó el padre Marocho: -Pues bueno. Apague usted la vela y retírese si necesito de nuevo sus servicios, yo le llamaré.
Entre tanto que el padre bostezaba, restregándose los ojos, se oyó un ruido sordo de alas que hendían el aire frío y húmedo del nuevo día.
No tardó en concluir el capítulo, quedando arregladas todas las cuestiones que hubo para convocarlo. Con todo, el padre Marocho se quedó en el convento a descansar por algunos días más. Vivía en una celda que termina en un ambulatorio que va de oriente a poniente iluminado en el centro por una cúpula con su linternilla. La celda era la última del poniente a mano izquierda con su ventana para la huerta del convento. Desde allí, como en un observatorio, contemplaba aquel artista un espléndido panorama. Las desiguales azoteas de las casas de aquel barrio, la loma de Santa María y el cerro azul de las Animas, sirviendo de fondo al paisaje. Como en estos días pasaba el Sol por el paralelo de Valladolid, al ponerse su disco rojo antes de ocultarse tras las montañas se asomaba curioso en el cañón aquel, tiñendo de rojo, los suelos, los muros, las bóvedas, los marcos de las puertas de las celdas, las imágenes de piedra colocadas en sus hornacinas, produciendo unos tonos nacarinos y unas transparencias admirables. El padre Marocho quiso pintar aquellos juegos de luz, aquellos muros envejecidos tiñéndose de arrebol y mientras el Sol no pasó del paralelo se sentaba frente a su caballete con su paleta en la mano izquierda y su pincel en la derecha y cuando menos acordaba, aquella mano negra le presentaba los colores y los pinceles que necesitaba para manchar su tela. Un noche, víspera de su partida del convento al ir el padre Marocho a recogerse, vio en cierto lugar de la celda la misma mano negra que apuntaba fijamente. El no hizo caso, porque ni tenía ni podía tener hambre de tesoros. Cerró sus ojos y se durmió.
Después de muchos, muchísimos años, un pobre, habitando la misma celda y de un modo quizás casual, o más bien sabiendo esta leyenda que había visto en los papeles viejos del convento cuando era novicio de la orden de San Agustín; se halló un tesoro en el mismo lugar apuntado por la mano negra.
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